Un
sueño: alejarse del mundo; y más allá del silencioso susurro de la naturaleza
escondida, siempre había deseado desterrar sus huesos en una enmohecida
habitación de uno de esos hoteles que había visto en aquellas películas de
clase b que martilleaban las paredes de su soledad en las largas tardes de
verano. Había llegado a hacerlo realidad asomado a aquella ventana, observando
la grisácea serpiente que se escondía entre los fulgores del crepúsculo: el
silencio lo inundaba todo; incluso el zumbido del neón había dejado paso al
mutismo que recordaba de sus sueños. La paz era eso, la ausencia de todo, la
ignorancia. Oníricamente, todo igual: las tupidas cortinas, el papel en las
paredes, la cama sobre cuatro patas y sin cabecero, la cálida luz que despedían
las lámparas sobre las mesitas, el teléfono sin línea sobre una de ellas, el
olor a tabaco impregnado sobre el suelo enmoquetado; el ventilador de techo,
ahora reposando sobre el suelo. Una
habitación de hotel con una pistola reposando en el cajón.
Dio la
última calada al cigarrillo. Dejó la ventana abierta. Cogió una toalla del
baño. Esperó a que los faros de aquel lejano coche se acercaran lo suficiente.
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