jueves, 23 de abril de 2015

Una moneda para el Barquero


No sé dónde está Dios. A veces lo veo sentado en los bancos del parque, jugando en los brazos del hombre, regodeándose en un temprano atardecer de invierno; montado en bicicleta, temblando en una conducción inexperta, buscando la orgullosa mirada de un padre anhelante por socorrer el dolor de una posible caída. Lo veo en la noche, en su silencio, en la madrugada, saliendo incandescente a través de las chimeneas de los tejados, preñado de sueños recalentados en el fogón del cansancio; lo veo en el anonimato de unos rostros acodados por el templado cartón de la miseria occidental y la riqueza tercermundista; lo veo cruzando la calle, sobre cuatro patas perrunas, proyectando su sombra en el camino de la vida cuando unos faros en la noche viajan más allá de este mundo, en la mente; lo veo en las puertas de los supermercados, mendicante, escondiendo sus manos tras las perras sueltas que se convertirán en Él sabe qué; lo veo en las sonrisas que viajan a través del altavoz de un teléfono móvil, mientras se desanda el futuro con paso firme pero sin rumbo; lo veo en el amanecer de todos los días, cerrando las cancelas de los hogares y abriendo las oficinas y los comercios; lo veo en el campo escarchado de finales de diciembre, entre la plata fría de la mañana y el aceitoso calor del fruto que cae por el esfuerzo de un hombre empeñado en hacer del sufrimiento un modo de honor y nobleza; lo veo en los besos inconscientes; lo veo en los templos vacíos. A veces lo veo, lo intuyo, lo aprehendo; pero dudo que sea Él.

Sé dónde no está Dios. No está en los parques vacíos de niños y de juegos, ni en las manos lacerantes de un padre con una infancia olvidada, en el frío del invierno reflejado en la cara de un infante camino del colegio, sin más abrigo que el sueño aún latente en el brillo hambriento de sus ojos de adulto sin edad; no está en la noche, ni en la madrugada calma plena de pesadillas alimentadas por la frustración de vivir en una sociedad amoral y mezquina; no está en los fríos cajeros de occidente: calientes camas para una noche y heladas sábanas para toda una vida; no está en el oscuro asfalto de la noche, sin más tumba que el devenir del tiempo, donde yacen las vísceras de una criatura sin alma, alumbradas por otros faros en la noche que viajan sin marcharse de este mundo, en el cuerpo; no está en el automatismo de una transparente puerta de supermercado, a través de la cual vagan las criaturas terrenales, apresando entre sus manos calladas lo que el bolsillo les dio para sobrevivir, ignorando a otras manos pedigüeñas que ruegan la pobreza que les pueda sobrar o la riqueza que del corazón les brote; no está en el vacío de las miradas perdidas en una transitada calle del centro, perdidas en el coltán de una devastadora pantalla de móvil, acaparadora de todos los sentimientos de mundo occidental, miradas que se dejan rostros sin conocer, amigos sin saludar, sonrisas que ofrecer y de las que alimentarse, miradas sin pasos que desanden el futuro y que regresan a un pasado que dudo, a veces, alguna vez haya existido. No está en las cancelas que no se abren al despertar el día, huérfanas de oficinas y de comercios que alguna vez abrieron para los trabajos que, ahora, dormitan en un sofá sucio de depresiones y malolientes tufos a naufragio; no lo intuyo en el abrasador frío de diciembre, cuando ya ni las lumbres se encienden para calentar la sangre helada de un jornalero conocedor de que tras la caída del aceitoso fruto que la plata da, solo hay sufrimiento sin honor y sin nobleza. No está en los besos conscientes. No está en los templos repletos y ensortijados. A veces ni lo veo, ni lo intuyo, ni lo aprehendo; pero dudo que no sea Él.

El hombre, y por ende el cristiano como raza filosófica de este, además de inconformista, es indeciso por naturaleza, y lo es por la balanza subjetiva donde sopesa las pequeñas cosas en las que puede y no puede, debe y no debe estar Dios. En ella se tambalea su Fe, como valor incompleto de un ser imperfecto. La duda es el “pannuestro” del cristiano convencido; y un cristiano soberbio, en las pesquisas relacionadas con Dios, no es un hombre acabado. El hombre es un pergamino viejo y añejo, con retazos de lienzo perdidos por siempre en la inmensidad inexplorada y vedada al raciocinio espiritual y científico.

Y si Dios está y no está. Si Dios no está en su existencia y está en su falta. ¿Dónde queda ese “dios” de madera y pátina que pasea cada primavera por las calles de nuestra ciudad? ¿En qué plato de la balanza colocamos al dios de nuestra infancia, de nuestro presente y de nuestra muerte?


Mi abuelo, mucho antes de morir, me regaló una vieja moneda de cobre: vestigio de una guerra entre hermanos donde, me dijo que, Dios no existió, ni se le echó en falta. Durante algunos años la guardé como el mayor tesoro que ningún pirata hubiera jamás encontrado. Un día, lejano ya, en uno de mis paseos entre las húmedas capillas de la olvidada iglesia de San Pedro, un adolescente de barro mojado se postró a los pies de lo que para él era un Dios verdadero. Su túnica morada, su cruz al hombro, su mirada infinita, y todos los amaneceres morados que le dio y ansiaba siguiera dando. Un adolescente que sacó su cartera del bolsillo, y de ella una vieja moneda de cobre con un valor eterno. Un adolescente que miró a ese Dios a la cara mientras que, con una lágrima en el alma, dejaba entre sus pies desnudos una vieja moneda de cobre con valor eterno. Una moneda para el Barquero. Que me lleve allí donde Dios esté o deje de existir.

(Publicado en la revista "Jesús" 2015)

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