Una duda silente y
lesiva azuza el alma y la posterga a un estado de ansiedad naciente desde la
eterna ignorancia en la pregunta inmensa. Si Dios está en mí, si yo estoy en
Dios, ¿por qué esta duda?, ¿acaso Dios basa su perfección en las infinitas respuestas
que nacen en su existencia? ¿Es la perfección de Dios la responsable de la duda
en la tierra de los hombres?; o por el contrario, si Dios no se aprehende en el
alma universal de la humanidad, ¿puede deberse a su imperfección?
La duda de las cofradías,
desde un cofrade “comprometido” desde que el Dios cofrade llamó a su puerta. Mi
dios, sobre un borriquillo, en la oración, humilde, sentenciado, con su muerte
al hombro y levantando nuestra salvación, crucificado, muerto, sepultado y
resucitado; ese ha sido el dios que me ha enseñado el camino hacia Dios. El
Hijo mostrando al Padre, en una invención humana, imperfecta, mísera: en una
cofradía de Semana Santa. El dios que se hace nómina de hermanos, imperfecto en
su ausencia, en los años que son solo Lunes Santo; contra el dios del trabajo y
el esfuerzo deformado por la recompensa canalla del amor; dios perfecto que me
presenta al prójimo, me acerca sus ideas y perfecciona el paradigma de un Dios
acabado y finito, delimitado por el infinito de las ideas y los amores
mortales.
Dudar, licencia del
hombre. Dudemos de nuestro papel, de la función que las hermandades de Semana
Santa tienen en la sociedad actual, de la necesidad de su existencia en un
mundo de murallas, de torres de vigía y de fachadas blanqueadas. Un mundo donde
la valía personal aumenta conforme crece la mentira, el engaño y la falta de
valores. Es lógico cuestionar nuestros desfiles, la utilidad de evangelizar en
la calle cuando nuestros templos se van quedando más silenciosos y fríos; y las
formas en las que esta evangelización se lleva a cabo, en las que cada vez van
fallando más elementos decorativos añadidos por las modas televisivas de un
canal autonómico. Es necesario dudar: dudar de Dios, de nuestra Iglesia, de
nuestra Hermandad, de nuestra Cofradía, de uno mismo, al fin y al cabo. En la
duda está nuestro crecimiento, el afloramiento de nuevas virtudes horneadas en
la fragua de la reflexión y la oración, pero para dudar, sin lugar a duda, es
necesario conocer. Es ahí donde reside el gran error de esta humanidad, en
dudar sin conocer, sin experimentar, sin escuchar. ¿Cómo dudar de Dios sin
tener experiencia de Él? ¿Cómo dudar de nuestra cofradía si, aun siendo parte
de ella, solo nos permitimos vestir el hábito el Lunes Santo?
A ti, que de nuevo te
acercas a estas páginas, debo alentarte a que dudes. Si amas a tu cofradía,
dúdala; no te quedes preso en ese silencio indolente al que esta sociedad nos
condena. Tu cofradía busca el perfeccionamiento final basado en la imperfección
eterna, por los siglos de los siglos; busca el fallo que puedas solventar, la
caída que puedas evitar, el abrazo que puedas acoger, el cofrade que puedas
aportar y, con él, la duda que nos siga haciendo ver que todo es mejorable y
que todo tendrá un final.
Acércate, hombre,
Acércate, mujer. Tu duda hace que Dios sea, tu Hermandad exista y tú sigas vivo.
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