Ya ha saltado el
Levante, o el Mistral, o la Tramontana, o el Terral, o el Siroco; vamos, que
hace un aire de mírame y no me toques. A pesar de eso te toca compartir metro y
medio cuadrado de playa con dos o tres sombrillas más. En una de ellas conviven
sorprendentemente tres matrimonios, la abuela y siete inocentes infantes que no
cejan en su empeño de convertir la playa en una pista multideportiva en la que
cualquier deporte practicado viene con su ración de arena de playa lanzada al
viento. Arena que, por muy cerrada que esté la bolsa de las patatas Urbano que
te has llevado del terruño para momentos de morriña lomera, se impregna en las
patatas, en las orejas, en los ojos y en las partes más escondidas que puedan
esconderse. Eso no hace inmutarse a una señora rubia que, dando vueltas como un
cochino segoviano sobre la butaca, ha pasado del color pajizo pascual a rojo
pimiento del piquillo; y ella tan fresca, no como tú que en un descuido te has
quemado el empeine del pie y ya esperas una noche de insomnio entre el calor,
el dolor y los mosquitos; y estos están en la playa, en la montaña o en
cualquier lugar del planeta donde dormite una persona en fechas vacacionales. Y
luego la cerveza. ¿Fresquita? Ni pensarlo, en cuanto el camarero la deja sobre
la mesa y antes de llevártela a la boca, ha perdido el gas, el vaso ha sudado
toda frigoría y eso ya parece el caldo de los caracoles de la tasca que hay
frente a tu casa. Estas y otras historias a lo largo de siete o quince días. Y
habrá gente que lo pase bien, no lo ignoro, entre ellas la señora rubia con
síntomas de sardina en espeto; pero también se está bien en casa, en esa Úbeda
que amanece apostada en la calle Montiel entre el trasiego pausado de los
primeros que vienen a oír misa en el convento de las Carmelitas Descalzas, o
sentada en los bancos de la plaza 1º de mayo mientras la torre de San Pablo
deja los marrones y verdes para señorearse de bronce y oro al abrigo del primer
sol del día; o mi plaza de Los Caídos, la del Ayuntamiento, en la que suelo arrellanarme
las mañanas de los domingos con un libro en las manos, acompañado de los
vencejos y la soledad que la historia me brinda, mientras espero que Santa
María abra sus puertas para la misa de diez. Y las noches mágicas ante el mar
de Mágina, las sesiones de cine en el coso de San Nicasio, con una cerveza
helada en la mano y una berenjena sin aditivos sobre un plato de plástico; el
fresco en las plazas de Carvajal, de Santo Domingo, o en los miradores de San
Lorenzo; o un litro fresquito en la Cava, con sus Palomares y unas pipas de
plantón; y las casa-puerta de las calles abiertas con sus vecinos de siempre en
las tertulias de antes. En Úbeda el verano tampoco es tan colérico, solo hay
que saber encontrarlo.
Tengan buen verano. Me
quedo esperando al señor José Carlos Sanjuan Monforte. Felices vísperas.
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