Otra vez atravesaban
los límpidos cristales de la ventana entrecerrada los rayos solares de la misma
hora del día de aquella otra jornada; quizá la inclinación no era la misma,
quizá hubiera una diferencia de semanas, él no lo recordaba y le aburría la
idea de coger el calendario de su teléfono móvil para pasar las hojas del
calendario hacia el pasado. Estaba claro, era un dato irrefutable, el reloj
marcaba la misma hora que entonces, lo sabía, había hecho de aquel instante una
liturgia en que los símbolos y los ritos, además de mantener un modo, debían
tener un tiempo preciso en que sucederse. Quería pasar el tiempo hojeando el
libro de sus recuerdos, ojear la figura de su alma, comprobar si había alguna
diferencia con aquel ser humano que décadas atrás miraba la ropa extendida
sobre la cama. Miraba la cama y se miraba en el espejo. Además de las canas
sobre las sienes, un prominente abultamiento en el vientre le distinguía del
muchacho que décadas atrás acariciaba la arpillera de su costal.
Los nervios de ayer
estaban repletos de miedos y dudas, a pesar de esa valentía que reflejaban sus
ojos en las últimas miradas al espejo. No había echado en falta, durante ningún
periodo de la Cuaresma, que la túnica de su cofradía no colgara de las puertas
de su casa, de ninguna de las perchas de sus armarios; había llegado el momento
que nunca había pensado y que ese fantasma del azar había interpuesto en su
camino. Hoy, sin embargo, el espejo le devolvía el contorno barrigudo de un
hombre enmarcado por los colores de una túnica suspendida de la puerta de su habitación:
el mate de la túnica, el brillo de la capa y el capuz, el peso del cíngulo; el
miedo era otro, los nervios tenían otra raíz, hoy le agobiaba el hecho de tener
que cubrir su rostro y descalzar sus pasos.
Había pasado las horas
previas arrellanado en el sofá, ajeno al programa en el que Canal Sur exhibía su Semana Santa, mirando una taza de
café vacía y el humo que ascendía desde el cenicero donde un cigarro se
consumía en soledad porque su dueño vagaba por aquellos lugares del ayer,
rodeado de costaleros con citas obligadas y costumbres sagradas que se
abrazaban y besaban en las horas previas de la procesión en algunos de los bares donde se reunían, como los
partícipes de algún baile sagrado, convocando al único dios profano de los días santos,
al que alejaba los malos augurios, al que unía a los distintos, al que daba
licencia para fumar sin pausa y beber lo convenido. Cerraba con llave la puerta
de su casa y se colocaba el capuz instantes antes de que el aire hiciera bailar
la capa de su traje.
Más nervioso que en
años venideros, mirando una y otra vez la papeleta de sus cambios, intentando
memorizarla para minimizar las consecuencias de una posible pérdida de papeles; bajaba o subía hacia el templo
de salida, rodeado de otros congéneres de trabajadera, mientras la tarde
languidecía o la noche se aproximaba, hablando sobre el óptimo o el pésimo
entrenamiento que habían llevado durante el tiempo cuaresmal, observando la mala
cara que llevaba Fulano tras el reparto de las papeletas, se lo merecía, decían
algunos. Ahora los nervios se sosegaban con la oración mantenida entre los
callejones de bajada o de subida al templo, mientras pasaban personas,
edificios y material urbano por los agujeros de su capucha; el corazón solo se
acelera cuando aparecen los primeros costaleros, los rezagados en la puerta que
apuran el último cigarro, y no le saludan porque no es él, solo un penitente
más debajo de un capirucho. Por mucho que hablen de la serenidad ante la
muerte, en los instantes previos a su llegada, cuando se tiene conciencia de su
cercanía, es inevitable que el corazón se acelere ante lo desconocido.
Le abrazan, le besan,
conversan con él, como ayer, como antaño, como hace un momento recordaba que
había sucedido siempre al entrar al templo. Apuraba el último cigarro,
desenvolvía el enésimo chicle, se palpaba el bolsillo en busca del
salvoconducto del inhalador y cruzaba, bajo su dintel, la puerta que ya solo
cruzaría de nuevo sin ser él, ya siendo todo;
lo buscaban: hazme el costal, vente conmigo, tú solo sabes ponérmelo como me
gusta; viendo como otro año más era el último en confeccionar esas prendas que
vestirían su tarde o su noche o su día. Le abrazan, le besan, conversan con él
pero desaparecen como los fantasmas de un cuento de marineros en la niebla
sobre el mar en calma, y despierta del sueño y siente el olvido que ha llegado
tan temprano y sin clemencia. Llega así porque parece ayer cuando las faldillas
del palio o del misterio se van a levantar para entregarle la oscuridad
sepulcral donde la resurrección es una realidad tangible en cada instante
sucedido tras la salida; llega porque su plazo ha expirado y una lucerna recién
encendida en el farol o el cirio que sujeta su mano se lo recuerda, como la
flecha recién salida de una ballesta que apuntaba al corazón.
Un paso se sucede a
otro y una calle a otra, sin órdenes de ninguna clase, sin crujidos en la
madera imponente del misterio o sin el porfiado alarde de las bambalinas de un
palio. Ya no hay desgaste físico, no hay dolor piernas, ni de cuello, ni se
duermen los dedos de las manos, ni sufren los juanetes de los pies; ya el dolor
no es dolor: la comparación con el dolor divino es inefable. La respiración es
pausada, monótona y armónica, nada que suene a la disnea y a la apnea en los
momentos de esfuerzo supremo. Los pasos recorren una senda que se antoja
eterna, entre el murmullo incalmable de unas aceras plenas de personas que
antes, ayer, no veía entre los respiraderos del misterio o del palio, mientras
anduvo por el camino corto y breve que acababa en cada paso dado, en cada paso
ganado, un camino sin ventanas al exterior, un camino en el que se podían
cerrar los ojos mientras se andaba y nunca caía en el peligro de perder el norte o tropezar y caer. El andar se
hace eterno y en el reloj se van alargando los minutos hasta convertirse en una
unidad de tiempo desconocida e ingrata que ha minado en el interior un pozo tan
oscuro y pestilente al que costará horas y conciencias para darle luz y
limpieza. Ya no llega, no llega nunca. Se ha quedado preso en un misterio o en
un palio que ahora ve llegar y nunca llega, nunca llega porque él no llega
nunca en ese palio o en ese misterio. Su misterio, su palio, no pertenecen a
este tiempo que le han descubierto.
En su tiempo nunca
llegaba a casa y se desvestía mirándose al espejo; en su tiempo se quitaba la
faja y el costal a oscuras y se acostaba o se duchaba sin mirarse a la cara
porque él ya sabía el cansancio y las sombras y la palidez y la sal que se
adherían a su tez. En su tiempo nunca había lágrimas. En su tiempo la muerte
andaba lejos o latente esperaba la llegada de este momento. Nunca había espejo
que reflejara las canas de sus sienes, ni el prominente crecimiento de su bajo
vientre, porque un costal y una faja eran elementos propios de dioses
omnipotentes y sempiternos. Ahora se siente mortal, débil, expuesto a cualquier
inclemencia espiritual, porque hoy ha muerto por primera vez en su vida, se ha
desvestido de su hábito y ha visto en esa acción el comienzo de una cuenta
atrás inexorable hacia la muerte. Pero él no podrá volver a morir, lo hizo
mientras miraba a la cama recordando el áspero tacto de la arpillera que en
otro tiempo descansaba sobre su cama.
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