martes, 15 de julio de 2008

Calle del olvido sin número


He dejado olvidado el reloj de mis pasos sobre las calles iluminadas de la ciudad, y la noche me ha despojado del exacto tictac del tiempo, avocándome a una luna helada de minutos interminables. El eterno descanso que está consumiéndome me arropa junto con estos cartones mojados y la andrajosa manta, vecina de mis sueños; y aún tengo clavada la atenta mirada de ese joven que me ha contado un hermoso cuento; ahora lo veo desaparecer al doblar la esquina. Ha sido agradable verlo conversar, desde la cabina telefónica que da luz a mi morada, con la que me imagino sería su madre, contándole las trivialidades de un inquisidor frío invernal o sus andanzas de universitario aplicado en una ciudad tan lejana a su pueblo, de sus comidas y sus compañeros de piso, sus preguntas ávidas de nuevas sobre su familia y amigos, incluso esa íntima confesión sobre una chica que acababa de conocer y había empezado a gustarle; en fin, cosas baladíes que me han transportado ante la lejana mirada de mi madre cuando nos contábamos nuestras nimiedades: esas que estaban llenas de reproches, de cuándo vas a estudiar, céntrate, ten cuidado con esos amiguitos tuyos; la rutina de sus lágrimas cuando regresó de aquel colegio que limpiaba y me vio borracho, zanganeando sobre el sillón de mi padre, y observó aquellos polvos blancos sobre la mesa del comedor. Me he hecho una especie de hombre lejos de ella, de mi madre; ya no recuerdo la última vez que la besé, con aquel beso en la frente que tanto le gustaba, porque me fui sin despedirme al no aguantar la joven vejez que le estaba ofreciendo.

Me hubiera gustado preguntarle la edad a esa sombra que ha abandonado la calle, pedirle una moneda y telefonear a una familia que no me habrá olvidado, para decir las mismas palabras que he oído momentos antes de que él colgase el auricular: te quiero mamá, dale un beso a papá y otro a la hermana. Os hecho mucho de menos; ya queda poco para volver a veros.

Daría todo lo que no tengo por el calor de un hogar con ventanas a las que asomarme, y ver el tren de la vida, los días y las noches. Ventanas como esta que hay frente a mí y que un hombre acaba de opacar tras darle un abrazo a un niño. Pero es tan difícil ya dejar esta vida a la que me he anclado, tanto que no alcanzaré la dicha de contar cuentos, sentado sobre una cama, viendo como se van cerrando los ojos de la inocencia al arrullo de una voz que la protegerá el resto de sus días. Es triste esta existencia en la que nunca me ha atraído la idea de ser padre; hasta esta noche que este eterno descanso me está abriendo las puertas del delirio. Quizá por esta añoranza de lo ficticio sea este sentimiento de culpa hacia el sufrimiento de los que me vieron nacer. Si no puedo luchar por mí, ¿por quién puedo sacrificar esta vida mía?

Si no he conocido el amor, o cuando niño lo tuve no supe ponerle un nombre, como voy a desear un hogar. Si no he saboreado el tacto de una mano o el calor de una caricia en un amanecer cualquiera de verano o un atardecer cualquiera de otoño; si no he paseado por las calles de la ciudad como esa pareja que acaba de aliviar al verme aquí postrado, cómo voy a desear un hogar. He enloquecido por el beso intenso y fugaz de la droga, borrando mi eternidad en el útero sombrío e inerte de alguna Magdalena con mi mismo apellido; esas que me han regalado esta enfermedad que se ha pintado de cansancio. Si al menos hubiera tenido amor, habría sabido lo que es ser un hombre.

Pero ya es tarde para arrepentirse: la noche aún es corta y llevo viendo a la luna más de lo que la noche tiene de tiempo, y es que mi vida ya se ha tornado noche. Ahora daré tregua a estos naufragios que me acechan, sabiendo que tarde o temprano, quizá mañana, partiré de esta isla con el barco que esta vida ha construido para mí. Y es que no temo a la muerte puesto que no habrá padres que lloren la pena de ver morir a un hijo, ni me ahogará la impotencia de no contar más cuentos a un hijo que no he tenido, ni se me inundarán estos ojos de lágrimas al despedirme de la mujer que nunca he amado. Soy un deshecho que se ha ido escapando de estas cadenas sin darse cuenta. No tengo miedo a la muerte porque no voy a perder nada. Parece mentira que haya sido tan egoísta.

Buenas noches, mundo. Borra mis sueños al despertar.

3 comentarios:

Anónimo dijo...

Gracias por esta tranquilidad que me aportas.

Un saludo.

Juan Carlos Guijarro dijo...

Medina, me encanta tus oníricos textos... Tienes una pluma digna de leer, y como te han comentado, tranquilizadora y evocadora...

Un abrazo chache

Antonio M. Medina Gómez dijo...

Muchas gracias, estimados visitantes, la verdad que no me cuesta escribir cuando se que el receptor es de la talla de ustedes.

Muy amables y muchas gracias. En fin, son cosillas mías.