Vine al mundo con un costal bajo el brazo, y tuve la
osadía de estrenarlo cuando aún el acné se esforzaba por despedirse de la tez
de mi rostro. Un costal bajo el brazo, un amor inmenso a mi semana santa, y una
juventud llena de fuerza descontrolada me llevaron a encandilarme sin remedio,
en otros lares, de cristos mecidos sobre los hombros de sus hombres, de señoras
bajo un palio aterciopelado y bamboleante. Y tuve la desfachatez, en algún foro
de los de antaño, de describir las maravillas que una virgen paseando por
campanas y valorar a la baja la bella estampa de nuestro nazareno, de nuestros
morados, de nuestro amanecer recortando la figura del Salvador. Y tuve la
desfachatez de ser joven y equivocarme, y ahora hablarte, sin pasión, de un
racheo.
Cuando uno es joven suele darle importancia a cosas
sin importancia, superfluas, que enmascaran a los ojos del mundo lo
verdaderamente esencial de la vida. Yo me enamoré de un racheo, y le di tal
importancia que nunca me puse a pensar realmente en qué consistía ese racheo, y
cuáles eran sus bases y sus fundamentos. Me quedaba noches y noches en vela, en
un largo pasillo de mi piso estudiantil de Granada, dando paseos y paseos
frente a un espejo, mientras las “trompetillas” se sucedían para configurar
alguna que otra marcha sevillana, de esas que quitan el sentido. Una marcha, y
otra, para quedarme con este cambio, y este costero, y aquí tres pasos; y ahora
con mis años, cuando se descubren las máscaras de la vida y se van desanudando
sus gomas, me entra pereza mandar un cambio de paso, en los pasos donde me
tienen permitido hablar, porque eso, realmente es lo únicamente superfluo.
Amo mis cofradías, y una de ellas, la de la
Sentencia, hace que me una al amanecer morado con una acumulación extra de
cansancio que despierta en mis sentidos una capacidad rara de acoger todo lo
realmente bello de esa estampa. Y en esa estampa, no hay racheos. Esa estampa
está plagada de un silencioso murmullo, roto por unos golpes en la puerta y un
miserere eterno; y Jesús no es otro que Él mismo, el de Jacinto Higueras, el
llamado de la Aguas, el que anda sin ruidos sobre el mar de almas que han
tachado de su calendario otras siete de la mañana; que anda sin ruidos, porque
allí solo se escucha como nace un nuevo día: el cantar de los vencejos y la
plaza enorme respondiendo a sus cantos, el sueño de los niños sobre los hombros
de sus padres y sus madres, los pasos de un hombre descalzo que talla la huella
de una historia eterna. Y no hay racheos. Y no se escuchan racheos. Ni siquiera
en Montiel se escuchan racheos, en esa calle tan callada y sola de nuestras
vidas. Ni siquiera un racheo es el que precede a la saeta rota y orante que
clama al cielo, que clama al hombre. No se escuchan racheos mientras el sol
llena de ruido las calles con su sol y con su rabia; ni siquiera cuando se
esconde y son las nubes las que lloran inundándolo todo. No hay racheos en
Jesús, Jesús es una multitud de estampas y rincones, que trasciende a la fina
piel de los sentidos: estampas del alma, de nuestro mundo, de nuestros años, de
nuestra juventud, de nuestras formas de ver la vida, de nuestros gozos y
nuestras sombras: Jesús es anterior al hombre, al ubetense, a Úbeda; y no
necesita de racheos: la acalla.
Por eso, qué más da cómo queramos que ande, cómo
desande el camino, cómo acompañe nuestras tristezas. Media vida llevo viéndolo
pasear sobre ruedas, con una juventud hiriente soñándolo sobre el racheo de sus
hombres y mujeres, y ahora me da igual tener que acostumbrarme otra media vida a
verlo como lo quise en mi juventud. Y miedos afuera, y dudas sin respuesta; el
alma no requiere de soleás, ni requiebros para apaciguarse y serenarse: el alma
es un renacimiento eterno, con líneas rectas y ángulos rectos, que marcan el
camino hacia la muerte; y la muerte hay que verla de frente, y en ese momento
poder mirar hacia atrás y ver todo lo que se ha sido. Qué más nos da un racheo,
y qué más dan unas ruedas; si cuando Jesús llena de ruidos el mundo, no debe
oírse nada, solo nuestras almas. Y ellas, y nosotros, y el mundo, no entienden
de racheos, ni de preguntas, ni de respuestas.
(Articulo publicado en la revista cofrade Jesús, en su edición del año 2014)
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